Volver a la persona. Una mirada a la esencia de la educación
Por: Andrés Jiménez Abad
La educación es indiscutiblemente el tema de nuestro tiempo.
Muchos juegan al despiste insistiendo en la política o en la economía —y no
puede negarse su influencia en una sociedad bien o mal configurada—. Las
ideologías de la izquierda, fieles a su lema de que «todo es política»,
consideran la educación una herramienta para la transformación de la sociedad
mediante la configuración de las mentalidades, concibiendo a los maestros como
«agentes de cambio social» y a los niños y jóvenes como su principal objetivo.
Por su parte, las ideologías de corte liberal consideran la educación, sobre
todo, como una herramienta para dotar de «mano de obra capacitada» al tejido
económico. Y así, la preocupación por la educación —que es un asunto profunda y
decisivamente personal—, se ha convertido en una
preocupación por el sistema educativo en términos meramente estructurales,
genéricos.
Pero es que además la
calidad y el rendimiento de los sistemas educativos es, en el fondo, también
una cuestión de personas. Análisis recientes del rendimiento educativo de los
países de la OCDE revelan que apenas el 16% está condicionado por factores como
el deterioro del PIB o el aumento de alumnos inmigrantes en las aulas, mientras
que el 84% restante depende de factores como la estabilidad y calidad del
tejido familiar, el nivel de formación del cuerpo docente y la calidad de los
procesos educativos en los centros.
Como ha escrito el
filósofo español Javier Gomá, la raya que separa la excelencia ética y social
de la vulgaridad, la mediocridad y la barbarie, se dibuja en
el corazón de todos y cada uno de los ciudadanos. Así pues, no
es tanto una cuestión de estructuras sociales —que influyen, sin duda— como de
formación de la personalidad.
Hace un par de décadas,
la llamada «formación del carácter» vino a situarse entre las principales
prioridades de las universidades y de los planes escolares de los países
anglosajones, con EE. UU. a la cabeza. Los analistas —de vuelta ya de viejos
tópicos socializantes— han venido a reconocer que la clave más decisiva para
transformar la realidad y mejorarla es educar personas valiosas y competentes.
En este marco, el
desarrollo de la personalidad se construye sobre dimensiones «sólidas», sobre fortalezas que
capacitan a una persona para aportar calidad humana al mundo a
través de sus juicios y percepciones, de su actividad y su iniciativa, de su
equilibrio personal y de sus relaciones. Estas fortalezas son en última
instancia hábitos, virtudes, valores humanos que configuran la urdimbre
psicológico-moral de la personalidad y aportan una orientación fundamental para
la vida.
No es una moda pasajera
Estos valores y
fortalezas no son un barniz decorativo, un condimento «políticamente correcto»
de la actividad productiva. Muy al contrario, son una parte de la personalidad
—y por lo tanto de la educación— llamada a persistir siempre, incluso en una
sociedad pragmática como la nuestra.
Más allá de lo que
pudiera parecer una moda pasajera o coyuntural se advierte la necesidad de
fomentar personalidades creativas, sociables, íntegras y abiertas. Y así, aun
cuando son las tecnologías las que parecen llevarnos a un nuevo paradigma
social, económico y cultural globalizado, no podemos olvidar que quien innova no
son las tecnologías, innovan las personas. La
tecnología es un saber hacer, una forma ordenada de aplicar determinados medios
para obtener ciertos logros. Hablamos, en suma, de pensamiento, de hábitos y
destrezas cuyo sujeto son personas. En sentido propio, no son las tecnologías
las que nos están cambiando la vida, sino quienes las han ideado y quienes las
utilizan.
Una demanda de valores
Desde hace algún tiempo,
frente al cultivo de determinadas competencias específicas (Hard
Skills, habilidades «duras»), se habla de competencias
o habilidades transversales, propias de una personalidad
equilibrada y madura, que han de estar presentes desde edades tempranas en
todas las áreas curriculares, en el comportamiento general en la escuela y en
la vida familiar cotidiana.
El cultivo de estas
competencias no está reñido con los aspectos éticos del emprendimiento; muy al
contrario, los incluye necesariamente. René Diekstra, profesor de Psicología en
la Universidad de Utrecht, cuenta la siguiente anécdota:
Hace unos dos años visité a Derek Bok, antiguo rector de
Harvard. Cuando nos encontramos, estaba muy estresado y casi deprimido. Le
pregunté: «Derek, ¿qué le ocurre?» Y me dijo: «Lo que ocurre es que anoche
estaba viendo la televisión y estaban poniendo una comisión de investigación
del Senado y estaba allí Blankfein, el consejero delegado de Goldman Sachs; y
el presidente de la comisión del Senado le preguntó: “¿Sabía que su empresa
vendió hipotecas basura por 800 millones de dólares a un banco holandés? ¿Era
consciente de que les vendía basura?”. Y Blankfein dijo: “Señor presidente, no
es ilegal”. “Esa no es mi pregunta. ¿Cree que lo que hizo es moralmente
aceptable?”. Entonces cogió dos correos electrónicos y le dijo: “Uno de sus
propios trabajadores le escribió a otro que usted los había felicitado por
vender esas hipotecas basura”.
Y Derek Bok, el antiguo rector de Harvard, dijo: “Lo que me
entristece tanto es que, cuando Blankfein se defendió, argumentó que se había
licenciado en la Facultad de Derecho de Harvard. En Harvard hicimos algo mal si
personas así son el producto de nuestra educación”. Eso lo dice todo».
Hablamos de la calidad
humana de las personas, de nuestros alumnos. Pero el factor más decisivo de
toda reforma educativa es la calidad humana de los educadores. Suele decirse
que solo con el modo de mostrarse un profesor o un educador ante sus alumnos
—sin necesidad de decir nada, con sólo su actitud— les está diciendo: «el mundo
es así». Esto nos lleva a pensar en la formación inicial y permanente del profesorado,
en un sistema de selección que escoja de verdad a los mejores en ambos
aspectos, moral y técnico. Se ha dicho, y está contrastado empíricamente, que
nunca un sistema educativo puede aspirar a una calidad superior a la calidad de
sus docentes. Y ello no solo en lo relativo a los resultados de la instrucción.
Hablamos, en el fondo de maestros.
No de quienes están en posesión de un título, sino de los que con su
ejemplaridad, porque viven lo que enseñan y enseñan lo que viven, muestran a
sus alumnos (o a sus hijos) un modelo de excelencia, a pesar de sus
imperfecciones personales. Valores y virtudes se educan en y desde la práctica,
por medio del trabajo y la convivencia; pero más especialmente por el trato
frecuente y habitual con personas que hacen brillar la virtud en su ser y en su
obrar, es decir, con maestros. Las virtudes se dan vivas en la persona y con la
singularidad que es propia de la persona. Es maestro, en el más noble y amplio
sentido de la palabra, quien sabe transmitir y suscitar en otro esa calidad
humana. El maestro no nace, se hace maestro en la lucha consigo mismo, para
poner a disposición de otros su mejor yo, sabedor de que solo podrá esperar de
sus alumnos lo que diariamente se esfuerza en conquistar sobre sí mismo. Sus
propias limitaciones personales, incluso, aceptadas con sencillez y paciencia,
pueden ser un privilegiado argumento para acompañar y comprender a sus alumnos
en sus dificultades y en sus reticencias.
El maestro es entonces
una persona dotada de autoridad (auctoritas,
capacidad de dar auge, de ayudar) porque con su modo de vivir enseña a crecer
en humanidad. Su credibilidad nace de una disposición de servicio cualificado
que muestra a través de su saber y de su actitud. Pero esto no es solo propio
del oficio de educador, es inherente también a la condición de padres. Si la
familia no respalda con una formación humana de base el trabajo del
profesorado, este será seguramente en vano.
Padres que son maestros
Hace unos meses asistí
al funeral por la madre de unos amigos, gente sencilla y buena. Al final de la
celebración, uno de ellos se dirigió a los presentes para agradecer su
asistencia y su oración, pero añadió que quería también transmitir junto con
sus hermanos lo que habían recibido de su madre, sin necesidad de que ella les
insistiera explícitamente en ello, solo con su ejemplo: Primero, cumplir
siempre los compromisos contraídos. Segundo, buscar la felicidad por medio del
esfuerzo honrado. Tercero, que su vida fuera siempre fiel a su pensamiento, y
no al revés.
Me quedé pensando. A
veces no hace falta ser doctor en educación o en pedagogía para impulsar a los
que queremos hacia su perfección humana y cristiana. Basta, como en ese caso,
con tener ideas claras y verdaderas, quererlos, convertirse en ejemplo vivo de
lo que se aspira a enseñar, y así «completar personas por el amor y la
exigencia», como diría el venerable Tomás Morales. Y tener mucha paciencia,
claro. Y rezar, rezar mucho…
Aunque se podría
reflexionar muy por menudo en todo esto, cabe enunciar algunas pautas básicas
para padres de familia que quieran tener claro lo más esencial de su misión
educadora con sus hijos para que estos sean capaces de distinguir y de apreciar
el bien y de orientar hacia él su vida; para que sean hombres y mujeres en
quienes se pueda confiar; para que se sepan creados y queridos por Dios y
llamados a hacer de su vida un don de amor y servicio a los demás.
1.- Para empezar, un proyecto de educación familiar
compartido: Uno de los asuntos esenciales ya desde el noviazgo es conocer
los criterios morales y religiosos de la otra persona y llegar a una comunión
de creencias, de convicciones en todo lo esencial, que fundamentarán y
orientarán la misión educativa de la familia que se va a formar. De ahí surgirá
un proyecto de educación familiar compartido, que habrá que
enriquecer, impulsar y revisar a menudo:
a) Un modelo auténtico de persona: en el
que la dimensión moral y trascendente es más importante que la económica y
material; apuntar siempre en esta dirección, con tacto pero claridad.
b) Prioridades educativas compartidas: valores
fundamentales, coherencia moral, comunidad de vida que ayuda a ser mejor. Nunca
desautorizarse mutuamente ante los hijos.
c) Formarse en cuestiones fundamentales de
educación (familiar). Buscar ayuda y consejo cuando
sea preciso.
2.- Amor entre los esposos: Es la mejor
enseñanza, porque los hijos aprenden lo que ven vivir.
Decía Aristóteles que amar es querer el bien para alguien. Y eso lleva a poner
a su disposición lo más valioso que uno tiene, es decir a sí mismo. El amor
vivido es el cauce educativo fundamental cuando es verdadero y consecuente. No
se inculca, se vive y se ve vivir. Desciende a las cosas cotidianas —Abilio de
Gregorio suele decir con gracia que «amar es recoger los pelos de la ducha
después de haberla usado…»— ; no se cansa de perdonar y de aspirar a lo mejor.
3.- Intentar vivir nosotros los valores que les proponemos: Educamos por lo
que somos, más que por lo que decimos: ejemplo alegre. «Dar
ejemplo no es la principal manera de influir sobre los demás, es la única»
(Einstein). Cuando se dice algo y se hace justo lo contrario, lo que los hijos
interiorizan es la fragilidad de los principios de sus padres. Sin la
coherencia del decir y el hacer la actuación educativa pierde toda su fuerza y
sentido.
4.- Dedicación de tiempo a los hijos: escuchar, aconsejar,
compartir vida y acontecimientos. Estar. Que cada uno se perciba como atendido,
comprendido, aceptado y valorado. Y eso significa: tiempo, tiempo, tiempo. En
este sentido podría hablarse de una «pedagogía de la calma». Los niños
necesitan tiempos para hacer, pero también tiempos para pararse a pensar en
aquello que hacen. La acumulación de actividades en una sociedad que se
autodefine como competitiva no lleva a nada bueno si no se apoya en tiempos
para la reflexión y la calma. Niños y niñas necesitan tiempos para jugar y para
aburrirse, para leer y para hablar; y los padres necesitan tiempos para
transmitirles no solo conocimientos y habilidades técnicas, sino todo el cariño
que les tienen.
5.- Dar seguridad, certeza de que son apreciados, por ser ellos: Es la base de su futura
autoestima, el cimiento de su personalidad. Evitar comparaciones con otras
personas o con nosotros mismos. No condicionar nuestro afecto sincero al
cumplimiento de determinados objetivos, valorar las intenciones y el
arrepentimiento que nos reorienta al bien. Confiarles tareas y felicitarles por
esforzarse en realizarlas lo mejor posible.
6.- Establecer normas y límites: Razonando a su nivel.
Las normas han de ser pocas, claras y bien comprendidas, distinguiendo entre
las fundamentales y las secundarias. El NO también forma
parte de la educación. Cuando a un hijo se le educa solo desde el SÍ,
lo que realmente aprende es a decir NO a sus padres. Los
límites marcan los cauces que harán más fácil a los niños el construir un modo
personal y positivo de ser y estar en la vida. Evitar el «conflicto del NO» o
sobreproteger para evitar frustraciones son estrategias con un recorrido muy
corto e ineficaz. Poner límites no está reñido con la libertad.
7.- Animar al ejercicio de los valores/virtudes en la práctica: no evitarles
esfuerzos que les toca hacer a ellos. Que experimenten en primera persona el
gozo y la satisfacción de obrar el bien. Vivir como
virtudes los valores en los que se cree: «El que no vive
como piensa, acaba pensado como vive».
8.- Presentar modelos desde las edades más tempranas: en
primer lugar, los padres con su actitud (no con el autoelogio ni comparándose
con los hijos). Los niños aprenden de lo que dicen los adultos pero,
fundamentalmente, de lo que ven que hacen sus padres. Por eso es indispensable
ofrecerles ideales de vida nobles y entusiastas y procurar vivirlos día a día, mostrar
personajes ejemplares y animarles a ser lo mejores que puedan ser. No olvidemos
que a los niños y jóvenes, si se les pide poco, no dan nada; si se les pide
mucho, dan más.
9.- Promover y frecuentar ambientes que favorezcan el desarrollo
de valores (familia, grupos juveniles, parroquia, cuidar compañías y
amistades…): Se aprenden los valores viviéndolos y viéndolos vivir, a través de
la convivencia.
10.- Fomentar en ellos la vida interior y la oración personal,
propiciar el encuentro personal con Cristo, y no solo cuando son niños. Que nos
vean rezar, que sigamos rezando con ellos cuando crecen, que vean que nuestra
vida es consecuente con nuestra oración. Ayudarles en sus relaciones con Dios,
con los demás, con las cosas. Rezar siempre por ellos. Hablarles de Dios,
hablarle a Dios de ellos.
Concluyendo…
Es cierto que la dura
competencia por los primeros puestos, por las calificaciones necesarias para
acceder a determinados estudios, por triunfar en el trabajo o los negocios, no
van a desparecer. Pero cuando un joven o una joven se presenten a una
entrevista para pedir un trabajo, serán las virtudes de honradez,
responsabilidad, iniciativa, lealtad, constancia, laboriosidad, etc., las que
contarán. O cuando tengan que afrontar problemas familiares, cívicos o de
conciencia profesional, por ejemplo, serán sus convicciones más profundas, sus
criterios, hábitos y disposiciones morales y sus certezas religiosas, si las
tienen, los que iluminarán y darán valor a sus decisiones.
Escribe Abilio de
Gregorio: «Esa educación blanda y barata de mínimos, de bisutería y baratija,
de simples indicios, de grosera espontaneidad en la expresión y en el trato,
puede ser la causa de la cultura de quiosco, del zapping intelectual,
del pensamiento anémico y de las conductas amorfas que caracterizan a muchos de
nuestros contemporáneos. Frente a ello se sitúa la pedagogía del «magis»
tan presente en los Ejercicios Espirituales: no es suficiente con lo bueno; es
preciso empeñarse en lo mejor. Más de lo normal; más de lo acostumbrado. «¿Qué
más puedo hacer para en todo amar y servir?» podría ser también el lema de toda
excelencia educativa. Es la pedagogía de llegar siempre hasta el final, hasta
la última gota de mis posibilidades, del trabajo bien hecho, del «no cansarse
nunca de estar empezando siempre», como decía el P. Morales».
Fuente: https://revistaestar.es/volver-a-la-persona-una-mirada-a-la-esencia-de-la-educacion/